domingo, 22 de abril de 2012

Primer tatuaje, primer desamor.

Llegó el momento, me dirigí al parque y David ya estaba esperándome. Yo estaba algo incómoda con la ropa que llevaba, era más de camisetas sueltas y vaqueros, pero esta vez quise hacerle caso a Karlita. Nos sentamos en un banco, rodeados de jazmines, nos miramos, charlamos y reímos. Nos volvíamos a mirar, pero ya no teníamos mucho que decir, así que había que dejar paso a la acción... Con un par, me acerqué lentamente a su boca, cerré los ojos y pegué mis labios a los suyos, le besé... y para ser mi primer beso, creo que no estuvo nada mal... ¡incluyó lengua! Por un momento sentía que algo dentro de mí estaba ardiendo, como a punto de estallar... quería más y más. Tras ese primero, también hubo un segundo, y un tercero, y un cuarto, y un quinto... y así hasta más de diez besos. Teníamos las lenguas agotadas, era hora de pasar a las manos, pero las miradas a nuestro alrededor empezaban a intimidarnos. ¡A nosotros! Una pareja como nosotros se dejaba intimidar por un par de viejos que pasaron por allí y nos llamaron cochinos... patético. Nos largamos de allí y quedamos en vernos al día siguiente en el patio. Era la primera vez que sentía algo así y no quería que cambiara nunca. Oh, el primer amor... ¡qué recuerdos! ¿Y todo esto a qué vino? ah, sí... él fue quien me hizo mi primer tatuaje. Tenía un hermano mayor que trabaja de tatuador, y él estaba aprendiendo el oficio, yo fui su conejillo de indias. Me enseñó muchos de sus diseños para tatuajes. Había dragones, estrellas, mariposas, flores, lunas, corazones... todos impresionantes. Finalmente me decidí por una rosa. Me encantaba saber que su primer tatuaje sería sobre mi piel, sobre esa piel que la noche antes acarició, besó y mordió. Me tatuó una preciosa rosa de color morado en la cintura, simbolizando nuestro amor. Apenas me dolió. Entonces teníamos 16 años, estaba completamente enamorada, sólo tenía ojos para él... sin embargo él, aunque me decía que me quería muchas veces, tenía ojos para mí y también para todas las demás. Soy celosa, lo reconozco, pero a él se le iban los ojos detrás de cualquier tía que pasase por delante de sus narices. Daba igual que fuera alta, baja, flaca, gorda, rubia, morena, pelirroja, pija, deportista, hippie o metalera... ¡Malditas hormonas adolescentes! Seguí con él pese a eso, yo también empecé a echarle el ojo a algún que otro tío... pero con el tiempo, la cosa fue cambiando, ya no sólo miraba y babeaba, sino que tonteaba con ellas, les susurraba cosas al oído, les guiñaba un ojo, les recitaba poemas, les hacía retratos... A mí también, pero tan sólo era una más. Al final, me cansé y durante la hora del recreo decidí dejarle las cosas claras "Si me quieres, dímelo, y si no, también", me miró y simplemente dijo "Ya no te quiero, lo siento". Le dije que no tenía porqué sentirlo, que nunca me había querido en realidad, que la que lo sentía era yo por haberme comportado como una ñoña, por haberme hecho perder el tiempo de esa manera, y que se fuese a la mierda. No sé si llegó a escucharlo todo, porque después de su "lo siento" se fue alejando sin más, mientras yo me desahogaba gritándole todo aquello ante las miradas atónitas de todo el mundo. No derramé ni una sola lágrima tras eso, aunque por dentro parecía estar rompiéndome en pedazos. Entonces el amor era una mierda, lo sigue siendo y siempre lo será.


Primer piercing, primer amor.


La primera vez que me agujereé la piel fue con 13 años. Me puse un pequeño aro plateado en la nariz, en un pequeño establecimiento de dudosa reputación. Una de mis amigas, Karol, me recomendó el sitio, ya que ella misma se había puesto un piercing en la lengua en ese mismo lugar. Un sitio barato, en el lugar más remoto de la ciudad y con un tipo gigante que olía a fritanga, el cual descubrimos más tarde que trabajaba de cocinero en el bar de la esquina. Salí contentísima de aquel sitio, pese a que aquel tío andaba un poco escaso de tacto. Faltó poco para que me desangrara allí mismo, ¡menos mal que Karol se llevo pañuelos de papel! A los pocos días, Karol y yo tuvimos que ir a urgencias, pero no por mí, sino por su lengua. Se le había infectado y tuvieron que quitarle el piercing. La pobre ya no ha vuelto a ser la misma desde entonces...


Un par de años más tarde, conocí a David. Era el chico más guapo que había visto nunca. Era moreno, delgado pero fuerte, vestía de negro, tenía una mirada misteriosa que me atraía como un metal a un imán, dos tatuajes en los brazos y unas grandes manos, pero sobre todo era como yo. Era un tío duro, serio, no se dejaba avasallar por nada ni nadie, tenía sus propias reglas y si las incumplías, lo pagabas. Íbamos al mismo instituto, pero a diferentes clases. Siempre le veía en el patio sentado en algún rincón con la única compañía de un libro. En más de una ocasión me habría acercado a él para saludarle y tratar de conocerle, pero había algo que me frenaba. Era algo tímida, bueno... soy bastante tímida, y lo de iniciar una conversación nunca ha sido lo mío, así que cada vez que le veía me limitaba a quedarme mirándolo y esperando a que él se acercase a mí y me hablase. Pero eso parecía que nunca iba a ocurrir... hasta que un día, durante el recreo, después de haberle contado a Karol que ese chico me gustaba, se acercó a él y se lo contó. Le dijo que yo estaba loca por él, que estaba enamorada hasta las trancas, que soñaba con él, que había escrito su nombre miles de veces en mi libreta... ¡qué mentirosa! ¡qué exagerada! sólo lo escribí 565 veces... El chico me miró sonriendo y yo, muerta de vergüenza, me sonrojé y me puse las manos en la cara, tapando la sonrisa nerviosa que me había provocado. No sabía que hacer, me sentía ridícula, así que salí corriendo hacia el baño y al poco llegó Karol. Le di una patada, por abrir la boca cuando no debía. Me dijo que el chico sentía lo mismo por mí, que me había visto varias veces y le había molado mi estilo. Eso me tranquilizó, le di las gracias por tener el valor que yo no tuve, y salí de aquel apestoso lugar. Allí estaba él esperando para saludarme. Nos presentamos, nos sentamos, nos miramos y comenzamos a hablar. Me dijo que vino nuevo a este instituto hace un año, después de que sus padres se divorciasen y él tuviese que venir a vivir con su madre. Su padre era alcohólico, y sólo traía problemas a casa. Estos últimos años había estado intentando superar esa adicción, pero no parecía verse ningún resultado positivo. David me contó que tenía un hermano pequeño llamado Eric. Tenía sólo cuatro años cuando murió en un accidente causado por su propio padre. El pequeño estaba jugando cerca de la puerta del garaje de su casa, cuando su padre, con bastante alcohol metido en el cuerpo, salió con el coche sin percatarse de que su hijo estaba ahí. Murió al acto, y tras eso su madre se sumergió en una depresión de la que todavía estaba tratando de salir. ¡Su vida era todo un drama! Estuve a punto de llorar en alguna ocasión (al final tendrán razón quienes dicen que en el fondo soy una sentimental), pero no lo hice, tenía que seguir siendo la tía dura que siempre había sido. Hablamos de todo un poco, del libro que él estaba leyendo, de nuestras aficiones, música... A él le gustaba dibujar, a mí pintar, a él le gustaba el rock y el heavy metal, a mí también. Teníamos muchas cosas en común, y al final, también reímos, tanto que decidimos vernos por la tarde en el parque. Yo, siguiendo los consejos de Karla (que en esto del amor tenía más experiencia que yo), me puse una camiseta negra escotada y tan ajustada que no podía casi respirar, una minifalda negra, unas medias moradas y unas botas de cuero con tachas. Además de eso, Karla me maquilló y me dejó su perfume. Yo nunca usaba, pero a partir de ese día me enamoré del perfume de jazmín y también de él.


Así soy yo

Me llamo Annie, Annie Malone, aunque siempre me han llamado Annie Malaspulgas. Tengo 20 años y estoy estudiando Bellas Artes. Siempre he sido una tía dura, de apariencia algo agresiva, solitaria, siempre vestida con colores oscuros, opacos como mi alma. De pequeña no jugaba con muñecas ni dormía con ositos de peluche. Yo prefería destrozar los juguetes de mis hermanos, pintarrajear paredes y sofás, y arrancar las hojas de todos los libros que me rodeaban.
Mis padres me reñían cada vez que hacía algo así, y a veces incluso me castigaban. Entonces yo soltaba unas cuantas lágrimas y al rato, volvía a la carga de nuevo. No había quien me parase. Me encantaba hacer todas esas trastadas y llamar la atención. Pasaron los años y mis padres por fin comprendieron que ésa era la única manera de divertirme que tenía. Al principio estaban llenos de dudas, no sabían qué hacer conmigo y mi actitud. Hablaron con amigos que también tenían niños, familiares, buscaron información por Internet, compraron varios libros de ayuda, hablaron con mi pediatra, con la cuidadora de mi guardería, contactaron con expertos en niños problemáticos, psicólogos, veterinarios (mi perro me mordió, y yo le mordí a él), nutriólogos, etc... pero ninguno supo darles la solución ideal.


Así que, después de haber comprendido que no había ninguna solución para frenar mis impulsos, mis padres me compraron juguetes para montar y desmontar a mi antojo, montones de muñecas repipis (del todo a cien) para arrancarles las cabezas y jugar con ellas a los bolos, varios lienzos, pintura, pinceles, blocs de dibujo, lápices de colores, y libros, muchos libros a los que con el tiempo aprendí a amar y dejé de destrozar. Éste fue el inicio de tres de mis grandes pasiones actuales: la pintura, la lectura y los bolos. Soy la puta ama jugando a los bolos.  Y no lo digo yo, sino los trofeos y diplomas que rondan por mi cuarto. Tan sólo son premios a nivel provincial, pero me siento muy orgullosa y me encanta restregárselo a la gente.
Otra cosa que me gusta enseñarle a la gente además de mis premios, son mis tatuajes y piercings. Tengo varios decorando el lienzo que es mi cuerpo, y cada uno de ellos es especial por algo.
De pequeña me vi envuelta en varias peleas de las que no sé ni cómo salí viva. Todavía recuerdo a Leire Mastodonte, la niña más bruta de mi clase de 2º. Era capaz de romper lápices con los dientes, de tocar la flauta con la nariz y lanzar mochilas llenas de libros por los aires.

Foto de la susodicha.

Un día, mientras yo estaba en la papelera sacando punta, la mastodonte me quitó un lápiz de mi estuche, todo de manera muy disimulada. Ella creyó que no me había dado cuenta, pero sí, lo vi perfectamente. A la hora del patio, ella fue al baño y allí le di su merecido. La dejé encerrada en el cuarto de baño mientras hacía sus necesidades. Lo hice todo como ella, disimuladamente, silenciosamente, sin que se diera ni cuenta... Tiró de la cisterna, y cuando fue a abrir la puerta, no podía. Estaba encerrada, atrapada junto al váter, junto al pestazo de su propia mierda. Comenzó a llorar y gritar "¡No puedo saliiiir! ¡Socorro! ¡No puedo abrir la puerta! ¡Ayuda! ¡Por favorrr! ¡Mamáaaa!" Todos se reían mientras ella lloraba y pataleaba ahí encerrada. No sentían ninguna pena por ella, ya que siempre había sido una niña que se metía con todos sin motivo, sólo por fastidiar. Se lo merecía. Los gritos llegaron a una profesora y al jefe de estudios que, enseguida avisó al director del colegio. Preguntaron por el responsable de aquello, pero evidentemente no me delaté y tampoco lo hicieron los demás que, seguramente dado mi historial, ya sospechaban de mí. Director y jefe de estudios hicieron las investigaciones oportunas para descubrirlo, pero nunca llegaron a saberlo. Al final, yo recuperé mi lápiz, y Leire Mastodonte no volvió a ser la misma bruta de siempre. Más tarde, en 5º nos dimos una paliza en la cual yo salí victoriosa, y ella, con un esguince en el pie. Pero no directamente por mi culpa, sino porque se cayó al intentar huir de mí... qué cobardica, sólo pretendía lanzarle un par de lombrices.
En fin, así soy yo. Una tía dura, sin más. Nunca debes meterte conmigo si no quieres meterte en problemas. Cuanto más lejos estés de mí, mejor. Esto es sólo el principio, mi historia acaba de empezar.